José Antonio. Por Fernando Paz
No creo que, a estas alturas, sorprenda a nadie
la menguada gallardía con que se desempeña un defensor del pueblo llamado
Francisco Fernández Marugán, treinta años en el PSOE; ni creo que tampoco
admire a nadie que fuese su antecesora en el cargo, Soledad Becerril, (cuatro
décadas largas en la mamandurria, señora marquesa) quien ejecutase en primera
instancia esa vasallática requisitoria al ayuntamiento de Boadilla del Monte
para eliminar del callejero a “José Antonio”.
En su
muy acuciante admonición al consistorio madrileño para que no demore los plazos
de aplicación de la ley mediante subterfugios, y en medio de tanto desvarío, en
una cosa sí que ha acertado el defensor del pueblo: que la citada vía de nombre
“José Antonio” no se refiere sino a Primo de Rivera. A nadie, salvo a Fernández
Marugán, se le habría pasado por la cabeza otra cosa: es caso raro en la
historia española que alguien sea conocido por su nombre de pila, sin añadidos,
por más que José Antonio los tuviera, y sobrados. Porque eso – seguro que a
Marugán no se le escapa -, es muestra del cariño que generaciones enteras de
españoles le han profesado.
El
defensor del pueblo, en cambio, nunca será Francisco. Podrá aspirar a Fernández
Marugán, si es que ingresa en alguna otra historia que no sea la de la infamia.
Podrá aspirar, todo lo más, a una minúscula nota a pie de página en la que
figuren su primer y segundo apellidos, costumbre que en España se reserva para
los árbitros de fútbol y en Estados Unidos para los serial killers y los
asesinos famosos.
Pero
aunque a Fernández Marugán no le guste, en nuestra más trágica y reciente
historia, la de José Antonio es la estampa de la nobleza misma, de una nobleza
que, acaso, este tiempo envilecido sea incapaz de honrar. En épocas de más
envergadura, numerosas gentes de la izquierda –y algunas menos, de la derecha
–celebraron su honestidad y altura personal con la fascinada estima que sus
correligionarios actuales, mezquinos e ignorantes, hoy le regatean.
Aún
antes de los episodios finales de su vida, que le granjearían el universal
aprecio, José Antonio conquistaría, por su valor y prestancia, el respeto de
sus oponentes; uno de ellos, Claude Bowers, embajador gringo en España, que en
cierta ocasión le oyese relatar con infantil regocijo el atentado de que
acababa de ser objeto concluyó, rendido: “era de la pasta de los mosqueteros de
Dumas”.
Los
días postreros, que pasó preso, agrandaron su figura humana. Tuviera José
Antonio la parte que tuviera en la génesis de la violencia que cristalizó en la
exasperación del verano del 36– mucho menor, en todo caso, que la de la mayoría
de dirigentes de la izquierda socialista y republicana– la resarció con creces
urgiendo desde la cárcel el fin de la matanza cainita que devastaba los campos
de España, ofreciéndose como mediador entre ambos bandos y dejando para ello en
prenda a sus parientes en zona enemiga.
Incluso
fantaseó con un gobierno de concentración nacional, considerablemente escorado
hacia la izquierda republicana, con tal de salvar la paz de España: aquello, un
imposible, no salió, pero mostró la verdad de su humanidad y de su patriotismo.
Sobre ello volvió cuando, seguro de su muerte, redactó aquel testamento -que no
puede sino conmover las fibras más íntimas de cualquier bien nacido- en el que
deseó, por encima de cualquier cosa, que fuese la suya la última sangre
española derramada en discordias civiles.
Pues
bien: mientras esto se persigue con saña predatoria, no es que no se aplique la
ley a un Largo Caballero, que prometió una guerra civil por todo programa si la
derecha ganaba las elecciones de febrero de 1936, o a un Indalecio Prieto que
reconoció paladinamente, primero; y arrepentido, después, su papel en la
revolución de Asturias de 1934, no: es que los miembros del mismo partido al
que pertenecieran el uno y el otro son quienes exigen la erradicación hasta de
la sombra del recuerdo de José Antonio. Porque en España, los verdugos siguen
persiguiendo los despojos y aún los fantasmas de sus víctimas, ochenta años
después.
Entre
tanto, y como grotesca guinda de esta siniestra astracanada, el ayuntamiento de
Boadilla ha anunciado su intención de rebautizar la calle como Juan Carlos I,
de quien no puede decirse sea precisamente ajeno a la historia del franquismo.
Es,
por si hiciera falta, la enésima demostración del sectarismo propio de la
llamada ley de memoria histórica. Una ley firmada por quien cuesta creer no
cayese en la cuenta de que, en su lógico devenir, la misma terminará por
excluir – no ya del callejero, sino de la misma jefatura del Estado- a quien un
mal día la suscribió con su insensata rúbrica.
Fernando Paz