Produce crispación en los nervios de los tradicionalistas, de los perfectos españoles, el anunciarles la muerte de su queridísima institución. "La monarquía ha muerto" es cosa que suscita en el ánimo de los conservadores la misma sensación de adversidad y traición que la famosa afirmación de Nietzsche en el ánimo del creyente. Pero resulta que estos caballerescos hombres que contemplan el ocaso del siglo de oro español con nostalgia y fatiga no comprenden que España se mueve. Es una realidad transformadora, creadora y precisa de nuevas formas.
La monarquía -no caeremos en la vanidad de desprestigiar una institución milenaria que ha aportado a la patria grandeza incalculable- tuvo su momento histórico, sí. Los españoles nos convertimos en un poderoso imperio reafirmando nuestra existencia sobre otros pueblos con el resorte del reinado y del catolicismo. Pero la historia de la monarquía española ha culminado, ha ido decayendo progresivamente enferma en un diagnóstico de pactos. El primero dio con el casamiento de Fernando y de Isabel, lo que supuso por primera vez una unidad puramente surgida del genio Hispano, y el último que debió acontecer; el de San Sebastián. Un rey sin reinado, sin vasallos y sin poder, poco tiene que hacer ya en la historia nacional, y así el cauto Alfonso XIII abandonó la Corona al caer en la cuenta de que ese símbolo había perdido ya el significado que le precedió imperialmente.
Pero los españoles nos afanamos en levantar una y otra vez mitos fracasados, en intentar resucitar instituciones polvorientas que ya poco tienen que hacer. Aun no hemos comprendido que el nacionalismo no se fundamenta en ser monárquico o ser republicano, o derechista o izquierdista, o burgués o proletario, o taurino u antitaurino. Aun no hemos comprendido que ser nacionalista es ser superior a todas esas estúpidas divisiones de los dogmas y la mitología de las libres opiniones porque es afanarse en empresa colectiva y universal de unidad e integración.
Así dimos con la proclamación de una República (demoburguesa y marxista a lo largo de su breve momento equivocado). No fue una solución española: Francia y Rusia una vez más en constante pugna sobre nuestra Patria, y en vez de afanarnos tras ello en encontrar por fin el genio nacional, el resurgir de aquella noble empresa de unidad, hoy nos volvemos a ver atrapados en esa telaraña mortuoria, divididos en monárquicos y republicanos, luchando contra un sector del pueblo español en vez de buscar los verdaderos enemigos; los antiespañoles.
No debe excitar la sensibilidad de ningún patriota el afirmar que bien nos da igual una monarquía que una república, pues esto no son más que un mero organizar político, un adjetivo más del nuevo Estado constructor. Y es que resulta inevitable para nosotros el echarnos las manos a la cabeza cuando vemos a un joven defensor de las flores de lis llamando traidor a otro que no se siente ya identificado con esa cadavérica institución. QUE TODO ESPAÑOL SEPA QUE PARA SER NACIONALISTA NO SE PRECISA OTRO ADJETIVO QUE EL DE SER ESPAÑOL. Porque España, compatriotas, es mucho más que una corona o un himno de Riego, España es una afirmación, una realidad histórica y universal. España lo es todo.
Y esta antidemócrata declarada hoy os viene a decir que sólo a la voz sana popular, hondo latir del nacionalismo verdadero y reafirmación de la genialidad Patria, es a quien corresponde el escoger la forma del nacionalismo. Si un pueblo libre colectivo y soberano henchido de una innegable sinceridad hispana, señala (en ningún momento quede claro hablamos de sufragio, pues no hay para nosotros nada más miope y de mayor torpeza histórica que el juego de las elecciones) a un monarca surgido de la extirpe patria como el efectuado de los designios nacionales, entonces ¡viva el monarca! Y si esta voz de las masas con conciencia histórica y nacional apunta con su justa elección que debe ser la Republica el amparo de tales emociones creadoras, entonces ¡viva la república!
Mientras tanto y siempre ¡Arriba España! Que es lo que nos importa.
Isabel Medina