Esta semana, Albert Rivera ha
regresado a uno de esos viejos mantras con los que el hombre lleva dando la
matraca desde hace algunos años: hay que ir hacia los Estados Unidos de Europa.
Algo que tampoco puede sorprender si tenemos en cuenta lo que Albert ha venido
a hacer aquí.
No sé si será un encargo, pero como si lo fuera. Porque esa voz,
su voz, es la de la oligarquía. Esa
voz es la de las élites bruselenses, a quienes nada importan la democracia ni
la soberanía.
Alguien tendría que explicarle a Rivera, con urgencia, que no puede
estarse a favor de una cosa y no de la otra. Alguien debería explicarle que la democracia, sin
soberanía, no es más que una fantasmagoría inútil; que si se nos priva cada vez
más, como está sucediendo, de ámbitos de decisión, el sufragio se convierte en
una farsa.
En lo que hace a la expresión de nuestra soberanía, ¿cuál es el
alcance democrático que Rivera concede a los españoles? ¿Sobre qué nos van a
dejar decidir?
Por eso, cuando Rivera propone más cesión de soberanía, lesiona
la democracia. Con una capacidad de decisión ya muy mermada, ahora plantea
privarnos de política exterior y defensa. No está mal, para quien dice defender
la unidad de la nación, aspirar a disolver dos de los últimos vínculos entre
Cataluña y el conjunto de España.
El discurso de Rivera pierde buena parte de su credibilidad,
porque resulta escasamente convincente esgrimir, frente a los partidarios de la
autodeterminación, una soberanía del pueblo español en la que sabemos que no
cree. En la que no cree porque, cuando se defiende la soberanía, se la defiende
como una sola cosa; frente al nacionalismo y también frente al mundialismo.
Porque no tiene sentido
proteger la soberanía de las asechanzas de Puigdemont y Junqueras para
entregarla a Juncker y a Merkel. Rivera no cree en la soberanía
del pueblo español porque quiere cederla a Bruselas.
Albert, además, esgrime su argumento cuando la pretensión de
construir una unidad política desde Bruselas ha sido explícitamente rechazada
por los europeos, cuando esa unidad política viene siendo impuesta por la
eurocasta a través de mecanismos parlamentarios que han rehuido la democracia,
negociando de espaldas a los ciudadanos. Defender ese fantasmagórico proyecto
de los Estados Unidos de Europa, es respaldar todo eso.
¿Es que Rivera no sabe que lo que ha fracasado es, precisamente,
el proyecto de esos Estados Unidos? ¿Es que
ignora que lo que ha fracasado es la tentativa de superar el marco de un club
económico que, durante décadas, no solo preservaba la soberanía de los estados,
sino que la presuponía?
Claro que Rivera lo sabe. Claro que sabe que, cuando se planteó
la unión política, fue rechazada; y que ahora está siendo forzada, imponiéndola
a unos pueblos europeos que no la quieren. Claro que sabe que las
transferencias de soberanía se están llevando a cabo desdeñando la voluntad de
los europeos ¿Será que Rivera está en ese proyecto antidemocrático?
Como es evidente que Rivera no puede ignorar lo anterior, la
pregunta es perfectamente legítima. Y la respuesta está servida. Ni la soberanía
ni la democracia parecen ser para él más que excusas argumentales, que no le
impiden la construcción de un discurso extremista en sus fervores hacia la
Unión Europea.
Unión Europea -en cuya promoción está Rivera- ni siquiera
justificada como proyecto europeo, degradada como una pieza más al
servicio de un diseño global transnacional.