De la fundación de España, por Fernando Paz

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Las comunidades nacionales tienen una identidad, sin las que no son comprensibles ni se justifican. España no es cualquier cosa que se erija sobre el viejo solar ibérico. Las naciones –los pueblos- no son geografía: son historia. Y España es el producto de un devenir histórico determinado.

Esa identidad se va forjando a lo largo del tiempo, en un proceso muy lento –desde la perspectiva humana-. Como en el caso de las personas, las naciones y los pueblos se desarrollan a lo largo del tiempo, sin que el niño que fuimos sea cosa diferente al adulto que somos aunque, al mismo tiempo, las diferencias entre uno y otro sean enormes.

La identidad española lleva siendo destruida sistemáticamente desde hace cuatro décadas. Una destrucción llevada a cabo, increíblemente, por los dirigentes de un pueblo español al que están privando de su razón de ser. Del rapto de esa identidad se han derivado las más funestas consecuencias en forma de eclosión nacionalista en un gran número de territorios, hasta el punto de que allá donde no hay un particularismo propio se adopta el del vecino. 

Hoy se ha hecho moda negar la existencia misma de la nación española, mientras se acepta entusiásticamente la existencia de cualesquiera otras naciones en su seno. A la afirmación de que España es una de las naciones más antiguas de Europa (Mariano Rajoy ha dicho “la más antigua”) se ha respondido con sorna -y un cierto desprecio hacia lo propio- que la nación española no existe sino hasta la guerra de la Independencia o, como mucho, desde la llegada de Felipe V.

Obviamente, se confunden nación histórica y nación política, por un lado; y, por otro, siendo claro que el concepto de nación política no puede remontarse antes de fines del siglo XVIII -Goethe cifró en Valmy su nacimiento-, cosa distinta es que España exista, que es el verdadero asunto en liza.

La nación histórica española, que equivale a decir la Hispania como reino (léase España) aparece entre los siglos VI y VII, cuando se produce el surgimiento de las naciones europeas al hundirse la arquitectura romana -un proceso que se prolonga siglos-; en ausencia de esa superestructura, las unidades administrativas políticas subyacentes han de hacerse cargo de su propio destino.

En el caso que nos ocupa, el de Hispania, la profundamente católica población hispanorromana se hallaba dominada por una minoría germánica, los visigodos, fuertemente romanizada y cristianizada en su versión arriana. Durante casi dos siglos, la diferencia religiosa entre arrianos y católicos se reveló un muro entre unos y otros.

A lo largo de ese tiempo, se sucedieron y asesinaron entre sí los monarcas godos, hasta el ascenso de Leovigildo en 572, cuyo objetivo fue unificar Hispania, para lo que había que fortalecer la institución monárquica. Así que, además de terminar con el reino suevo y reducir a su mínima expresión la presencia bizantina en el sureste peninsular, abolió la prohibición de los matrimonios mixtos y, consciente de que solo a través de la homogeneización religiosa podría alcanzar su ideal, intentó rematar la unidad convirtiendo a la población al arrianismo.

Es posible, aunque hay disputas en torno a este asunto, que la sublevación de su hijo Hermenegildo en la Bética fuese la que le impeliera a considerar la necesidad de la unidad religiosa pero, como quiera que fuese, lo cierto es que una vez dominada aquella, emprendió una decidida política de conversión de los católicos hacia el arrianismo. La tarea era, sin duda, ímproba, pero Leovigildo jugó sus cartas con una cierta habilidad no desmentida por el resultado final (de hecho consiguió que el obispo de Zaragoza se pasase al arrianismo).

El propósito homogeneizador de Leovigildo se consumó bajo su hijo, Recaredo, aunque desde una perspectiva distinta: la unificación se produciría gracias a la conversión del reino al catolicismo, ya que el mismo monarca se había hecho católico gracias a los buenos oficios de Leandro, obispo de Sevilla, el mismo que había conducido al catolicismo a su hermano Hermenegildo.

Por eso, una de las primeras cosas que hizo Recaredo al subir al trono fue convocar el III Concilio de Toledo (mayo de 589) con el fin de conducir a la monarquía al catolicismo. La proclamación de la catolicidad monárquica gótica fue esencial para asentar la idea de comunidad (dentro de unos límites) que se venía desarrollando desde que Roma considerase a Hispania una sola.

A través de la transformación en un reino católico, las distancias entre la población y los dominadores godos sin duda menguaron. Durante los tiempos de Chindasvinto y Recesvinto resultó muy evidente el carácter de la acción real, que se identificaba plenamente con la Iglesia católica tanto como deseaba proteger al pueblo de los abusos de los reyes, fijando el tesoro de la corona a fin de que los monarcas no sintieran la tentación de aumentar el erario a costa del expolio popular.

Por otro lado, a esas alturas del siglo VII, Hispania era vista como una unidad sin género de dudas desde el exterior, y cuando los musulmanes la invadan, reflejarán esa condición en la misma denominación unificada –Al- Andalus- que darán al territorio.

La invasión islámica es, desde luego, crucial. Cuando se produce, siguen existiendo diferencias entre godos e hispanorromanos –se mantenía un reparto desigual en la posesión de las tierras, algo básico- y, para no pocos hispanos, la llegada del ejército árabe y norteafricano apenas representó sino la sustitución de unos dominadores por otros. Y no solo los hispanorromanos: también sucedió así para una significativa parte de la nobleza goda, que se islamizó sin mayores problemas.

Pero otros muchos no lo percibieron de ese modo. Una parte de la nobleza germánica se había refugiado en el norte peninsular huyendo de las asechanzas musulmanas o de las sempiternas querellas civiles godas. Entre ellos se encontraba don Pelayo, refugiado en Asturias -originariamente perseguido por Witiza, y más tarde huyendo de los invasores musulmanes-.

La resistencia que entonces comenzó estuvo unida al sentimiento de la “pérdida de España” que recogió aquel cenobita que completase la crónica de san Isidoro. Era el tiempo en que los francos contenían en Poitiers la invasión oriental, mediado el siglo VIII. “Pérdida de España”, así refirió el monje lo acaecido en La Janda, y no una mera caída del reino visigodo, como traspiés político, no; era un mundo lo que había sucumbido. Lo que le reemplazó no era España. Era, sustancialmente, otra cosa. Porque España no es –ya se ha dicho- cualquier cosa que se erija sobre el solar ibérico.

El recuerdo de esa España que se había perdido remitía, inevitablemente, al pasado godo. No porque este fuese contemplado como si de un tiempo venturoso se tratase, que no lo fue y que la población tenía buenas razones para no considerarlo de ese modo. Pero sí porque era el tiempo en que había existido España.

Lo que España había sido hasta entonces es bien distinto de lo que llegaría a ser después, esto es claro. No debe caerse en el anacronismo de pensar en aquella Hispania como en España tal y como hoy la concebimos: pero sin duda significaba cristianización y romanización. Y por esa razón se pensaba en la pérdida de aquello como motivo más que suficiente para comenzar el combate.

Una lucha que estuvo ligada, pues, a ese pasado godo. No es cuestión baladí el que el primer caudillo, Pelayo, fuera un espatario de don Rodrigo, el último rey godo, ni si su origen era o no germánico, aspectos que se han cuestionado aunque sean más posibles que los intentos de convertirlo en un hispanorromano propietario de tierras en Asturias (si bien pudo muy bien tratarse de un noble godo con tierras en esa región).

Pero, aunque no puede desdeñarse sin más la presencia de elementos indígenas en la formación del reino asturiano, son sin duda esenciales los de origen germánico. Cierto que las primeras crónicas omiten el origen gótico del reino, pero ello puede explicarse de acuerdo al testamento de Alfonso II: los godos eran culpables de la pérdida de España (lo que era cierto). Sin embargo, bajo Alfonso III las crónicas apuntan en un sentido completamente distinto y reivindican la evidencia de los lazos con los visigodos. En ese tiempo, a fines del siglo IX, se está produciendo la emigración de mozárabes hacia las tierras del Duero, abandonadas por los musulmanes a lo largo del siglo VIII, e interesa subrayar esa ligazón germánica; ahora bien, ese interés ¿no es, en sí mismo, significativo?

El derecho común que regía a los mozárabes era el recogido por el Liber Iudiciorum, que era también la base del derecho leonés y asturiano, con seguridad desde Alfonso II (el mismo que despreciaba a los godos) y que había sido promulgado por Recesvinto –unificando los derechos de ambas comunidades- mediado el siglo VII. Estuvo vigente hasta 1348, y fue el fuste legal no solo en León y entre los mozárabes, sino también en Cataluña. 

Lo esencial, y lo que interesa precisar, es que la continuidad de esos elementos góticos es bien visible en la Hispania (valga la España) del tiempo de la primera reconquista; ciertamente se ha abusado de tal interpretación en algunos periodos posteriores de la historia, pero eso no autoriza a proponer alternativas descabelladas por motivos igualmente ideológicos.

Sin duda que el embrión de España se halla en la Hispania romana, que le da su primera unidad -aunque esta sea administrativa- y que toma cuerpo, debido al hundimiento del imperio romano, estando los godos de guardia en Hispania. Con ellos, por vez primera se levanta un reino independiente que abarca el conjunto de la península dándole, así, una cierta naturaleza política y que, como tal, es reconocida fuera de Hispania.

Cabe rastrear ese mundo gótico que sucumbe a comienzos del siglo VIII en la resistencia –primero- y constitución –después- de los reinos peninsulares de Asturias y León. Y, por tanto, el elemento germánico visigodo está presente en el proceso que llamamos Reconquista y que, precisamente por afirmar la suma trascendencia de la cesura que representó la invasión islámica, representó una especie de hilo conductor con un pasado necesario en la creación de un mito histórico determinante.

Cuando se habla de España, pues, hay que acordar que, con las debidas cautelas y sin caer en el anacronismo, esta es una de las naciones históricas más antiguas de Europa: con el reino franco superpuesto sobre la Galia, que crea Francia, la que más.