De nombre, Mohamed, por Fernando Paz

De nombre, Mohamed, por Fernando Paz


En el año 2030 en el conjunto de Europa residirán unos 100 millones de musulmanes. Si Turquía hubiera entrado para entonces en la UE, la suma de musulmanes en la Europa comunitaria rondaría los 200 millones.
Resulta muy significativo que en Bruselas, la capital de Europa, el nombre más utilizado para los recién nacidos sea Mohamed. Y que de sus 1.2 millones de habitantes, apenas el 25% sea belga de origen. Más del 50% son extracomunitarios, en buena medida, musulmanes. 

En el Reino Unido hace ya tiempo que Mohamed encabeza los antropónimos en los paritorios, y que la religión más practicada es el islam. Pero eso es poca cosa para lo que nos aguarda. Si no revertimos la situación, en unos pocos años, Europa se habrá convertido en un continente musulmán.
La cuestión migratoria
Una parte de la población musulmana lleva instalada en Europa desde hace décadas. Está compuesta por aquellos que marcharon a la metrópoli tras la descolonización de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. En general, se integraron sin plantear graves problemas de identidad ni de orden en las sociedades de acogida. La mayoría de ellos provenían del norte de África, Marruecos, Túnez y Argelia; muchos incluso abandonaron su religión y hasta sus costumbres, adoptando los usos secularizadores propios de las sociedades europeas de la época.

Cosa distinta ha sido lo que ha venido más tarde. La afluencia de emigrantes con carácter masivo ha propiciado que quienes alcanzan Europa, reproduzcan en el nuevo territorio - al amparo de los dogmas multiculturales -las sociedades de origen, al margen de las normas que rigen en él. 
La última oleada, impuesta sobre una población europea que veía su llegada con no poco recelo, ha sido filtrada como si de refugiados se tratase, cuando en realidad estos constituyen apenas una pequeña parte del total de desplazados, en torno al 10%: procedentes de diversas partes de Oriente Próximo y del norte de África, la mayoría son emigrantes de carácter económico. El relato humanitario ha sido elaborado para que la población occidental acepte su llegada masiva, pero parece estar perdiendo consistencia ante la evidencia de su falsedad. 

El problema demográfico europeo
Los musulmanes que llegan a Europa suelen ser jóvenes, en edad de producir y reproducirse; la media de edad en el conjunto de Europa está en torno a los 32 años, frente a los 40 de la Unión Europea. 

Italia, Grecia, España y Francia son los países con más de un 5.5% de población mayor de 80 años; en parte debido al aumento de la esperanza de vida -España está en el pelotón de cabeza de los países del mundo, y Madrid es la región europea con mayor esperanza de vida-; y en parte debido a la bajísima natalidad: la consecuencia es que nuestra población resulta ser, junto con Japón y Eslovenia, la más vieja del mundo. 

Las tasas de natalidad europeas son completamente insuficientes para asegurar la reposición de la población. La caída en picado de las últimas décadas constituye un problema en sí mismo. En España, la situación es tal, que las pensiones –un tema particularmente sensible por cuanto cada vez afecta a mayor cantidad de habitantes- se están recalculando sobre una base más amplia de la vida laboral a fin de evitar la confesión de que, en realidad, se están reduciendo.  

Resulta evidente que dicho problema demográfico es un problema, sencillamente, de supervivencia. Que no tiene relación alguna con la pobreza; al contrario, los países más pobres tiene tasas superiores de crecimiento poblacional. Y tampoco las clases más favorecidas presentan en Europa tasas de crecimiento mayores que las más deprimidas económicamente. La baja natalidad se ha convertido en la costumbre de una sociedad hedonista. 

Una población joven y fértil 
El estado de la demografía europea no invita precisamente al optimismo, pero la emigración islámica hace el panorama mucho más sombrío.  

En Francia, por ejemplo, la tasa de fertilidad es de 1.8 hijos por familia, lejos de los 2.1 necesarios para asegurar la supervivencia, lo que ha dado por resultado que el 30% de la población menor de 20 años sea musulmana. Lo que no parece extraño: en el país vecino, la tasa de las familias musulmanas es de 8.1, multiplicando por cuatro la de la población nativa. 

Pero la fertilidad francesa no es, ni mucho menos, la más baja de la UE; el Reino Unido está en 1.6; y Grecia e Italia, en 1.3, la misma de una Alemania en la que, dentro de diez años, la mitad de los nacimientos se producirán en familias musulmanas. Algo que parecía increíble no hace muchos años, pero que ya tiene lugar en algunos países europeos, como en Holanda y Bélgica, donde la mitad de los nacimientos sucede en el seno de la comunidad islámica. En menos de dos décadas su población estará divida al 50% entre los holandeses de origen europeo y los de origen musulmán. 


No es extraño si tenemos en cuenta que la media de la UE es de 1.38 (la española es la más baja de todas, con un 1.1). En diez años, incluso en un país fuera de la UE como Rusia, vivirán 23 millones de musulmanes.

Un futuro en nuestra manos
En esa fecha, la religión practicada por una mayoría de europeos será el islam. No es ninguna exageración.
En el año 2030, y de acuerdo al ritmo de crecimiento de la población, en el conjunto de Europa residirán unos 100 millones de musulmanes (los musulmanes representarán en esa fecha el 26,5 por ciento de la población mundial). Para entonces, se prevé que Turquía tenga 90 millones de habitantes; si el país hubiera entrado en la UE en esa fecha, la suma de musulmanes en la Europa comunitaria rondaría los 200 millones (recordemos que el presidente libio Gadafi predijo que sería la entrada de Turquía el momento clave del triunfo islamista en Europa). 

No cabe, pues, negar lo complicado de la situación que, en algunos casos, es extrema.  

Motivos para la esperanza
Pero existen algunos motivos para la esperanza. 

Por un lado, parece que se atisba entre los europeos un despertar de la conciencia de que es necesaria una revitalización con urgencia, y que las fuerzas políticas y sociales que defienden el mantenimiento de la identidad europea se están organizando con eficacia e incluso obligando, en algunos países, a que los gobiernos adopten algunas de las medidas que proponen. 

Además, parece haberse detenido la deriva de Ankara hacia la Unión Europea, alejándose la posibilidad de que su gobierno sea aceptado en el seno de la UE. Por otro lado, en el interior de Europa, los musulmanes distan de conformar una frente sólido; y la evolución de Libia pudiera favorecer que se impusiera un hombre fuerte en el país, que bien pudiera ser el general Khalifa Haftar, decidido a guardar la frontera sur. 

Esos datos serían más favorables si se vieran complementados por políticas europeas que restringieran la influencia de la ideología de género, del feminismo y del aborto y, en general, de las políticas neomalthusianas; y promovieran políticas natalistas y favorables a la familia y a su solidez y estabilidad.  

Así, por ejemplo, en España se está a tiempo de revertir esta situación. Aunque existen problemas gravísimos, como nuestra baja tasa de natalidad, sin embargo la emigración islámica es relativamente escasa: dos millones de personas en todo el país (la mitad se hallan en Cataluña), de las que unas 800.000 tienen pasaporte español. 

Si bien no puede negarse que existen algunos condicionantes adversos (los marroquíes que nacen en nuestro suelo poseen nacionalidad española ya que Marruecos no les reconoce la nacionalidad de ese país), la emigración musulmana en España es aún relativamente manejable, mientras en Europa está desbordándose ya hace tiempo. 

En España bastaría la voluntad política de recobrar una tasa de natalidad que asegurase el reemplazo, para detener el proceso. El problema más difícil sería, entonces, la situación en los países de nuestro entorno, que podrían servir de puerta de entrada a una emigración musulmana masiva que se dirigiese a nuestro territorio.

Una razón más para recuperar la plena soberanía sobre nuestros destinos.