Victimización, por Fernando Paz


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Solemos pensar que para que las mentiras tengan posibilidades de triunfo deben aparentar ser otra cosa. Que, de saber que algunas de las cosas que creemos son falsas, abandonaríamos dichas creencias. Lo que es, en el fondo, un pensamiento consolador.

Ortega explicaba que una cosa son las ideas y otra, las creencias. Las ideas pueden ser combatidas y abandonadas; las creencias, no.  Hoy, muchas de las principales ideas en circulación no lo son; es decir, no son ideas, sino creencias. Y por eso, aunque la confrontación con la realidad o con la lógica las deje hechas un trapo, ninguna de las dos cosas será razón disuasoria bastante para casi nadie.
Estas creencias que se nos vienen imponiendo en las últimas décadas no se sustentan ni en la razón ni en la realidad, sino en un apriorismo ideológico que, en el mejor de los casos, constituye una opción entre otras muchas. Por eso, cuanto mayor sea la distancia entre la razón y la realidad, por un lado, y la ideología, por el otro, mayor será el grado de locura y represión que se imponga al cuerpo social para que acepte dichas creencias.  
Hoy sufrimos ese discurso ideológico en el ámbito de las leyes de género –y lo que se viene encima- y en las informaciones de los medios de comunicación acerca del islam, por no hacer la lista interminable. Y es que, cuando lo importante no es la naturaleza real de las cosas, sino cómo las percibimos, la ingeniería lingüística resulta esencial, pues el nombre constituye una parte sustancial de las cosas.    
Así que se trata, por supuesto, de un discurso intencional, en el que lo instrumental se eleva a categoría, y en el que las causas, los orígenes, los motivos y los objetivos desaparecen.  
¿Cuántos años hemos soportando la condena de la violencia, “venga de donde venga” tras cada acto terrorista, siendo como era que la práctica totalidad de ellos los cometía la banda terrorista ETA, cuyos objetivos ideológicos nadie ignoraba?
 
 ¿Cuánto tiempo llevamos asistiendo –a causa de las imposiciones y abusos del separatismo catalán-, a la censura contra el nacionalismo en términos genéricos, como si hubiera algún otro nacionalismo en España, que no fuese el periférico, que privase de sus derechos e identidad a los españoles que viven en esas regiones?
 
¿Cómo no reparar en que los brutales crímenes islamistas se utilizan para generar un rechazo a “la” religión, mientras se subraya el carácter específicamente católico de los abusos a menores perpetrados por unos pocos sacerdotes, evitando las consideraciones de carácter más universalista que sí se aplican en el anterior caso?
 
 El discurso se sugiere inocente, humanista, igualitarista. Pero es falso y perverso, y la mejor prueba de ello es que su consecuencia es, siempre, difuminar la diferencia entre el verdugo y la víctima, no pocas veces hasta el punto de victimizar al verdugo, como está ocurriendo hoy en el País Vasco, en una monstruosa inversión de la verdad y la moral. Donde, olvidados los molestos asesinados y sus familias, la preocupación social y política resultan ser los presos.
 
La estrategia de victimización, en fin, es muy visible en la Cataluña de 2017, donde se subraya la básica maldad de España, constituida en una especie de entidad innombrable a la que se culpa de la falta de recursos económicos, del latrocinio de la región y hasta del cáncer y los accidentes de carretera.
 
El que la historia desmienta con resolución las mentiras históricas del separatismo, o el que la realidad muestre tozudamente, una y otra vez, que el saqueo de Cataluña se lo debe todo a sus elites locales, y no a ninguna política predatoria por parte de Madrid -figura del mal quintaesenciado-, no ha conseguido desactivar la base sobre la que se levanta el mito nacionalista.
 
 Y es que en una sociedad infantilizada que abomina de la razón, la victimización lo es todo. A través de ella, tan pronto construimos un imaginario maniqueo, de buenos y malos en blanco y negro, como enturbiamos lo que en la realidad resulta diáfano. Por eso, el primer objetivo debe ser el de recuperar el lenguaje, devolviéndole a las palabras su significado real.

El día que lo logremos le habremos dado a la corrección política un golpe letal y, con ella, a las perversas estrategias de victimización que construyen las formas en que percibimos el mundo.