De ilusiones también se vive. Por Carlos Chinchilla

De ilusiones también se vive. Por Carlos Chinchilla


    Os quiero confesar mi desasosiego, amigos. Estos días han sido tan extraños que los he vivido sin vivir en mí.
 
Me explico: yo ya sabía que don Juan Carlos podía tener amigos de izquierdas, separatistas o hasta republicanos, que al fin y al cabo la campechanía manda y hablando se entiende la gente. Pero, de ahí a que los propios miembros de la Familia Real adopten estas actitudes... De ahí a que ellos mismos se conviertan en una amenaza para su integridad física y la continuidad de la institución…  

Desde mi adolescencia más tierna soñé para mi patria una república nacional que alcanzaríamos de la forma más romántica y revolucionaria. De modo que comprenderéis mi zozobra y mi despiste cuando los Marichalar, padre e hijo cada cual a su manera, se pusieron manos a la obra para acabar a tiros con la monarquía.

Sorprendido me he hallado también a mí mismo por las tan distintas reacciones que han cuestionado a nuestro monarca. En esta España de cortesanas y felatrices donde la prensa se ha pasado décadas echando tierra a los desmanes borbónicos, hoy podemos ver portadas con descalificaciones duras por su última cacicada en África, críticas abiertas por los tejemanejes de su yerno, o información con luz, taquígrafos y foto sobre su última barragana.

He contemplado ojoplático e incrédulo a miembros de la casta política española exigir una disculpa pública al rey, incluso a todo un pan sin sal, a un sangre de horchata como Tomás Gómez hablando de abdicación. He creído desfallecer de la emoción, entre sollozos, al contemplar un perdón público histórico…

Y así he pasado los días desde que conocí, para más INRI el 14 de abril, que nuestro monarca se había roto la cadera. Desde esta coctelera donde se cruzan y mezclan sensaciones y pensamientos (desde el pasmo al estupor pasando por el encabronamiento) os tengo que confesar algo con un poco de sonrojo: hubo un momento en que creí que algo estaba cambiando, que había un halo de luz al final del túnel y que entre la densa niebla había un rayo de esperanza y dignidad para el noble pueblo español.

Pensé (ya os imagino señalándome como a un loco iluso) que podríamos llegar a ser un país normal, con una capacidad crítica inteligente y respeto por sí mismo. Que habríamos llegado al punto de madurez histórica en el que, por encima del modelo de estado, si monarquía o república, estaríamos orgullosos de nuestra nación para la cuidarla y defenderla. ¿Qué podría significar si no ver a los malnacidos de Bildu colgando la bandera de España en el ayuntamiento de San Sebastián el 14 de abril? Se trataba de la tricolor de la II República, si. Pero al fin y al cabo era la bandera de España. La misma que en 1934 enarbolaron José Antonio y sus falangistas junto a aquel cartel: “¡Viva la unidad de España!”
 
En fin… Lo reconozco, me dejé llevar.

Todo era una falsa alarma. La vieja piel de toro sigue como siempre y sus moradores siguen tan juancarlistas como antaño, si bien se han pegado un festín de coñas y chanzas a cuenta de las desdichas de la primera familia del estado. Al menos el humor es muy sano. El sangrado contribuyente, en su calidad de súbdito que equivale a la de socio capitalista, al menos ha obtenido este beneficio: España se ha echado unas risas.

La prensa, aun en la crítica, continúa pesebrera y no tiene intención de cambiar ni un ápice. Y la misma clase política que hoy enseña los dientes será capaz de superar al maestro en el arte de borbonear pasado mañana con las más cumplidas reverencias. No hay más que revisar sus argumentos: resulta que el fundamento de la crítica al rey está en que es muy mal momento para cazar elefantes por la dura situación económica.
 
¡Acabáramos! O sea, que si no estuviera por encima de 400 puntos la prima de riesgo, según nuestros políticos y periodistas el rey no sólo podría cazar elefantes, si no osos borrachos o a los negros de Botswana si a su augusta majestad se le pusiera en la punta de… mira.

Más o menos nos ocurre lo mismo con las autonomías. Ahora se cuestionan porque son inviables económicamente. Pero si tuviéramos un presupuesto equilibrado, ¿las tertulias y los periódicos se llamarían también a escándalo? Porque durante años se ha guardado silencio con una organización territorial que era deliberadamente disolvente con la idea de España.

Lo del elefante no es más que la antepenúltima de un señor colocado a dedo al que los genes se le debieran considerar incuso un demérito. Es una tontería más que hemos convertido en categoría pero que por sí misma no tiene verdadera importancia. Si no fuera por su torpeza proverbial y por la fractura de cadera, ni nos habríamos enterado de este safari en concreto, aunque se sabe desde hace años que el monarca acude a cacerías de lujo cuando le da la gana y que incluso a veces le invitan algunos empresarios que buscan favores e influencias. Todo un ejemplo de cohecho impropio continuado. Pero ni los políticos ni la prensa abordan el tema con seriedad para que haya control y transparencia. Y es que Juan Carlos sigue y seguirá siendo un sátrapa y el resto su país de cortesanas. No hay un debate serio. Les da igual si el señor designado a dedo por Franco se maneja con absoluta opacidad tanto en las cifras como en los movimientos.

Sólo espero a estas alturas que los empresarios que le regalaron el barquito a Juan Carlos no se arrepientan y se lo quiten viendo como ha hecho dejación abierta de una de sus funciones dejando tirado a Juan Antonio Brufau, presidente de Repsol-YPF. Y es que en el artículo 56.1 de la Constitución está recogido que la corona tiene que representar los intereses de España “especialmente con las naciones de su comunidad histórica”. Y ya está más que claro que Juan Carlos ni se tomó la molestia de descolgar el teléfono, de modo que falló a los suyos (los empresarios) y nos falló a todos nosotros, que le pagamos el sueldo, al desobedecer el mandato constitucional que le encomienda cuidar especialmente las relaciones con Hispanoamérica.

Para no volver a ver un rey compungido y con cara de niño cortito al que el maestro coge haciendo una travesura en clase, que pide perdón para que no le castiguen mientras piensa en su siguiente trastada, más vale que en Zarzuela interioricen aquello de que obras son amores. Que la Casa Real se someta a la Ley de Transparencia y que renuncie a sus privilegios en la línea de la ejemplaridad que el monarca predica en sus discursos y que asuma los recortes y sacrificios en la misma proporción que el resto.

Los juancarlistas, hoy en plena crisis institucional y con la credibilidad del ínclito casi más tocada después del numerito penitencial, hacen sus primeros “rendezvous” felipistas y se afanan en convencer de lo buen mozo que es el heredero. Pero por mucho que insistan en vender la mercancía este pescado ya huele. En definitiva todo esto no revela más que la crisis cada vez más profunda del sistema y la institución a la que nuestros clásicos declararon gloriosamente fenecida con acierto visionario.
 
Carlos Chinchilla